La inmunidad, nuestra fortaleza contra las enfermedades infecciosas, se bifurca en dos ramas esenciales: una generalista y otra especialista. La inmunidad innata, el escudo inicial frente a las infecciones, preexiste al encuentro con el patógeno y engloba un arsenal de defensas no específicas contra un amplio espectro de agentes patógenos, empleando tanto elementos celulares como moleculares que detectan patrones moleculares comunes a muchos microorganismos.

Las primeras líneas de protección son las barreras físicas y químicas que resguardan al hospedador. Entre estas, destacan la piel y las membranas mucosas, junto a ambientes hostiles para muchos microorganismos como la acidez estomacal o el pH del sudor. Además, agentes como la lisozima, presente en lágrimas y saliva, desempeñan un papel crucial al disolver las paredes celulares de bacterias invasoras. La vulnerabilidad ante los patógenos se incrementa notablemente cuando estas barreras naturales se ven comprometidas, como en el caso de heridas que perforan la piel o en las graves consecuencias de quemaduras extensas, donde la pérdida de la integridad cutánea exige intervenciones médicas intensivas para evitar infecciones secundarias.

Más allá de estas defensas mecánicas y químicas, la inmunidad innata se vale de células especializadas como los fagocitos, identificados por Metchnikoff, y una serie de sustancias antimicrobianas producidas por el organismo que identifican y combaten a los microorganismos invasores reconociendo señales moleculares universales en su superficie. Este sistema inmunitario innato, por su rapidez y amplitud de acción, constituye la vanguardia en la defensa contra la inmensa diversidad de patógenos que nos acechan, preparando el terreno para la activación de la respuesta inmunitaria adaptativa, más tardía pero altamente especializada y capaz de ofrecer protección a largo plazo mediante el reconocimiento específico y la memoria inmunológica.

Las células fagocíticas son fundamentales en el escudo inmunológico del organismo contra las invasiones patógenas. Un mecanismo defensivo clave de la inmunidad innata es la fagocitosis, un proceso especializado de endocitosis mediante el cual las células engullen partículas extracelulares, incluyendo microorganismos enteros, a través de la extensión y envoltura de su membrana plasmática alrededor del material invasor. Esta capacidad de ingestión y eliminación de patógenos recae principalmente en células especializadas como los monocitos y neutrófilos en la sangre, así como los macrófagos en los tejidos.

Aparte de la fagocitosis, existen otras variantes de endocitosis practicadas por la mayoría de las células, tales como la endocitosis mediada por receptor, que facilita la internalización de moléculas extracelulares ligadas a receptores específicos en la superficie celular, y la pinocitosis, un mecanismo por el cual las células ingieren fluido extracelular y las moléculas disueltas en este.

Además, la inmunidad innata se ve reforzada por una serie de factores solubles, incluyendo la enzima lisozima presente en secreciones mucosas y lágrimas, que ataca las paredes celulares bacterianas; las proteínas de interferón producidas por células víricamente infectadas, que promueven un estado antivírico en células vecinas; y los componentes del sistema del complemento, un conjunto de proteínas séricas que, una vez activadas, pueden dañar las membranas de los patógenos facilitando su destrucción o eliminación. Este sistema del complemento opera en la frontera entre la inmunidad innata y la adaptativa, actuando directamente contra los patógenos o potenciando la respuesta inmunitaria mediante la activación secundaria a la unión de anticuerpos.

Estos elementos juntos conforman un sistema de defensa altamente eficaz y multifacético, capaz de reconocer, neutralizar y eliminar agentes patógenos, protegiendo así al hospedador de una amplia gama de infecciones y subrayando la intrincada interacción entre los componentes de la inmunidad innata y los mecanismos más específicos de la inmunidad adaptativa.

Investigaciones actuales en el ámbito de las colectinas han revelado que estas proteínas surfactantes poseen la capacidad de neutralizar ciertas bacterias directamente, ya sea comprometiendo la integridad de sus membranas lipídicas o facilitando su conglomeración para mejorar su reconocimiento y eliminación por fagocitosis.

Un número significativo de componentes de la inmunidad innata está dotado de lo que se denomina reconocimiento de patrones moleculares, es decir, la habilidad para identificar moléculas específicas que son distintivas de los microorganismos y ausentes en los seres multicelulares. Esta aptitud para detectar y responder instantáneamente a los invasores que presentan estos patrones moleculares subraya una de las virtudes más destacadas de la inmunidad innata. Tales moléculas reconocedoras de patrones pueden ser tanto solubles —como la lisozima y los elementos del sistema del complemento ya mencionados— como también receptoras asociadas a células, incluidos los receptores tipo Toll (TLR).

Si un patógeno logra traspasar las defensas físicas y químicas del hospedador, podría ser interceptado por estas moléculas especializadas en el reconocimiento de patrones, siendo posteriormente capturado por células fagocíticas. Este evento desencadena una respuesta inflamatoria que moviliza los recursos de la inmunidad innata hacia el foco de infección, posibilitando el despliegue de una respuesta inmunitaria adaptativa específica contra el agente invasor. Dicha respuesta, impulsada por la inflamación, constituye la esencia de la inmunidad adaptativa o adquirida, marcando la transición de una defensa generalista a una estrategia inmunitaria de precisión, especializada en el reconocimiento y neutralización del patógeno en cuestión.