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- Escrito por: Germán Fernández
- Categoría: Los virus
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Desde tiempos inmemoriales, el estudio de los virus ha sido el cimiento sobre el que se ha edificado gran parte de nuestra comprensión más esencial de los pilares de la biología, la genética y el arte de curar. La virología, esa fascinante rama de la ciencia, ha dejado su huella indeleble en la exploración de las macromoléculas biológicas, ha desentrañado los misterios de la expresión génica a nivel celular, ha iluminado los caminos por los cuales la diversidad genética toma forma, y ha aportado claves cruciales para entender cómo se regula el crecimiento y el desarrollo en el seno celular, así como la evolución molecular, los entresijos de las enfermedades y cómo los huéspedes se defienden de ellas, y la dinámica de las epidemias a lo largo de las poblaciones.
Los virus, en su esencia más pura, no son más que paquetes de información genética cuya misión es replicarse. Encarnan el concepto de los "genes egoístas" en su máxima expresión. Cada genoma viral es un mapa cifrado, un conjunto de instrucciones para su propia multiplicación que debe ser interpretado por el complejo maquinario de la célula huésped. De este modo, los virus se revelan como parásitos intracelulares obligados, atados a las funciones metabólicas y genéticas de las células vivas.
La estructura viral, con su genoma portador de la esencia de la autoreplicación y envuelto en una coraza de proteínas, podría llevarnos a pensar en los virus como meras colecciones de compuestos químicos sin vida, cuya existencia es meramente derivativa de la célula huésped. No obstante, esta simplificación pierde fuerza frente a la creciente comprensión de la complejidad viral, su papel en la evolución y cómo influyen en la función celular. Los virus, lejos de ser meros parásitos, son participantes activos y antiguos en la biodiversidad de nuestro planeta, integrados y en interacción constante con las grandes ramificaciones de la vida celular.
En el detalle molecular y funcional de la biología, encontramos que las generalizaciones son frágiles; la noción de los virus como simples conjuntos de genes parasitarios se desvanece. A lo largo de este libro, introduciremos numerosas generalizaciones sobre el mundo viral, pero debemos estar preparados para verlas como lo que son: herramientas provisionales y no infalibles para ordenar y comprender la vastedad de la información.
La idea de que los genomas virales son siempre mucho más pequeños que los de las células libres más sencillas se desmorona bajo un examen minucioso. Si bien la mayoría de los virus conocidos ocupan un espectro de tamaño modesto, el descubrimiento del Mimivirus, con su arsenal genético de casi mil genes y un tamaño que desafía la frontera entre lo viral y lo celular, nos obliga a reconsiderar nuestras categorizaciones. Así, con la mente abierta y un espíritu de indagación, reconocemos que, pese a su diminuta estatura, los virus han perfeccionado estrategias de supervivencia y replicación que les permiten prosperar en un mundo de organismos mucho más grandes y complejos. Esta paradoja de la existencia viral no solo enriquece nuestro conocimiento del microcosmos biológico, sino que invita a biólogos de todas las disciplinas a profundizar en el estudio de estos fascinantes entes.
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La historia del descubrimiento de los virus es tan fascinante como educativa, marcando un punto de inflexión en nuestra comprensión de las enfermedades infecciosas. En la última década del siglo XIX, la emergente teoría germinal ya sugería que detrás de cada enfermedad infecciosa se hallaba un microorganismo responsable. La convicción de la época era que estos agentes patógenos serían visibles bajo el microscopio, podrían ser cultivados en medios nutritivos y retenidos por filtros convencionales. Aunque algunos microorganismos eludían el cultivo in vitro, los otros criterios parecían ser universales.
Sin embargo, Dmitri Iwanowski desafió esta noción en 1892 al demostrar que el agente causante de la enfermedad del mosaico del tabaco, caracterizada por una decoloración de las hojas, era capaz de atravesar un filtro que detenía bacterias, permaneciendo invisible y no cultivable. A pesar de la importancia de su hallazgo, Iwanowski no le otorgó mayor significado. No obstante, Beijerinck, repitiendo estos experimentos en 1898, identificó a este agente como una nueva categoría de patógeno, acuñando el término "contagium vivum fluidum", precursor de lo que hoy conocemos como virus. Coincidentemente, Loeffler y Frosch llegaron a una conclusión similar para la fiebre aftosa ese mismo año, notando además que este patógeno se replicaba, descartando la posibilidad de que fuera una simple toxina bacteriana. La existencia de virus en otros animales no tardó en ser reconocida, con la transmisión de leucemia en pollos sin células reportada por Ellerman y Bang en 1908, y Rous demostrando la transmisibilidad de tumores sólidos en pollos mediante filtrados libres de células en 1911, evidenciando la relación entre algunos virus y el cáncer.
Posteriormente, se reveló la presencia de virus que atacan bacterias. Twort describió en 1915 un peculiar fenómeno de transformación vidriosa en colonias de micrococos, un hallazgo accidental mientras intentaba cultivar el virus de la viruela. Este cambio, que impedía el subcultivo de bacterias de colonias afectadas, sugirió la posible acción de un virus bacteriano o una enzima autolítica. Este concepto generó debate durante años hasta que, en 1917, d’Hérelle observó un fenómeno similar en bacilos de disentería, identificándolo claramente como un virus bacteriano, o bacteriófago, que se replicaba a costa de las bacterias vivas.
Este camino hacia la comprensión de los virus se caracterizó inicialmente por una descripción de lo que los virus no eran: invisibles al microscopio, imposibles de cultivar fuera de un hospedero celular y capaces de atravesar filtros que detenían a las bacterias. La exploración de estos entes, definidos por sus propiedades negativas, sentó las bases para el vasto campo de la virología que conocemos hoy.
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En la reciente era de la biología molecular, hemos presenciado un avance espectacular en nuestra capacidad para escudriñar en la esencia misma de la vida, incluida la naturaleza enigmática de los virus. Gracias a técnicas revolucionarias que nos permiten amplificar y descifrar el genoma de cualquier criatura o entidad viral que capte nuestro interés, hemos logrado un entendimiento sin precedentes de la complejidad de la vida en la Tierra. Este logro monumental ha revelado que nuestro planeta alberga tres dominios fundamentales de vida: las eubacterias, con su simplicidad engañosa; los eucariotas, nuestros propios parientes celulares complejos; y las arqueobacterias, esas criaturas misteriosas desenmascaradas por los estudios pioneros de Carl Woese sobre el ARN ribosómico, desafiando nuestras nociones previas sobre la diversidad de la vida.
Esta nueva óptica nos ha permitido no solo clasificar la vida en estas categorías monumentales sino también trazar sus linajes a través del tiempo, utilizando la secuencia de genes y ARN como hilo conductor a través del laberinto evolutivo. Así, hemos construido árboles filogenéticos, verdaderas cartografías de la vida, que nos muestran cómo, desde un ancestro común, la vida divergió en las múltiples formas que hoy conocemos.
Sin embargo, en este vasto tapiz de la vida, los virus ocupan un lugar peculiar. A diferencia de los seres vivos que dejan huellas fósiles en el lecho de la historia geológica, los virus, esas entidades etéreas, no dejan rastro tangible en el registro fósil. No obstante, al estudiar la relación entre sus proteínas y genes con los de las células que infectan, descubrimos una verdad asombrosa: los virus han caminado de la mano con sus huéspedes desde los albores mismos de su existencia. Algunos, como los retrovirus, van incluso más allá, tejiéndose en el tejido mismo de la vida al integrarse en el genoma de sus huéspedes.
A pesar de que los fósiles de virus nos eluden, la genética nos susurra secretos sobre su origen. Nos dice que los virus, en su forma actual, no surgieron de criaturas libres sino más bien de un baile milenario con la vida celular. No portan las marcas de haber gestionado alguna vez su propia maquinaria ribosómica o energética, diferenciándose en esto de las mitocondrias y cloroplastos, que conservan ecos de su pasado libre.
La genética nos ha servido de brújula en este viaje de descubrimiento, señalando que el repertorio de enzimas y proteínas que dan vida a los virus comparte ancestros comunes con los componentes celulares de seres más complejos. Este parentesco genético sugiere que los virus han sido compañeros constantes de la vida celular desde sus albores, participando activamente en la orquestación de la biodiversidad que hoy conocemos.
De hecho, el análisis detallado de polimerasas de ADN nos habla de una era en la que virus y células, aún no diferenciados del todo, coexistían en un mundo primigenio. Los estudios sugieren que las versiones virales de estas enzimas son eco de una forma ancestral, lanzando la intrigante posibilidad de que los replicones virales jugaran un papel estelar en el desarrollo de la vida tal como la conocemos, especialmente en la evolución de la genética basada en el ADN.
Esta trama se complica y enriquece al explorar el mundo de la transcriptasa inversa, una enzima esencial en el ciclo de vida de los retrovirus que muestra un sorprendente parentesco con mecanismos celulares fundamentales para la replicación del genoma y la transposición genética. Este entrelazado genético entre virus y célula subraya la complejidad de nuestra historia evolutiva, donde la distinción entre virus y huésped se difumina en los albores del tiempo.
Sin embargo, el misterio se profundiza al considerar que muchos genes virales parecen ser huérfanos en el contexto celular, sugiriendo que los virus podrían ser los alquimistas detrás de mucha de la diversidad genética que distingue a los seres vivos. Los análisis apuntan a que los virus no solo son reliquias de un pasado compartido con las células, sino también ingenieros genéticos que han contribuido a modelar el panorama de la vida en la Tierra.
En esta reflexión sobre los orígenes y el papel de los virus en la evolución, nos encontramos con que su estudio no es solo una cuestión de virología o biología molecular, sino una ventana hacia la comprensión de la vida misma. Los virus, en su silenciosa omnipresencia, nos desafían a reconsiderar qué significa estar vivo, recordándonos que en el gran esquema de la vida, incluso las entidades más pequeñas y aparentemente simples tienen historias que contar, lecciones que enseñar y un lugar indiscutible en el mosaico de la existencia.
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Contrario a lo que se podría pensar, los virus no son los agentes patógenos de menor tamaño capaces de autorreplicarse dentro de una célula anfitriona; este título lo ostentan los priones. No obstante, los procedimientos empleados para investigar los virus y los trastornos que provocan, sientan las bases para el análisis de todos los patógenos a nivel subcelular.
En su forma más elemental, los virus se constituyen de un genoma envuelto por una o varias proteínas. Tanto la información genética para producir esta cubierta proteica como los datos necesarios para duplicar el genoma, se encuentran inscritos en el propio genoma viral. Existen variantes virales que han perdido partes de su información genética, ya sea de las proteínas de la cubierta o de los mecanismos de replicación del genoma. Estas variantes, estrechamente vinculadas a un virus parental con información genética íntegra, suelen clasificarse como partículas virales defectuosas. Para replicarse, estos virus defectuosos necesitan la coinfección con un virus auxiliar, actuando así como parásitos de otros virus. Un claro ejemplo es el virus de la hepatitis delta, que requiere de la coinfección con el virus de la hepatitis B para propagarse.
El virus de la hepatitis delta comparte características con ciertos patógenos de ARN que infectan plantas, los cuales se replican mediante procesos aún no completamente entendidos. Estas moléculas de ARN, denominadas viroides, no codifican proteínas, pero pueden trasladarse de planta a planta por contacto directo y representan una amenaza económica significativa.
Existen patógenos que parecen estar formados únicamente por proteínas. Conocidos como priones, estos parecen ser proteínas celulares que adoptan una estructura plegada atípica. Al interactuar con proteínas de plegamiento normal del mismo tipo en tejidos neuronales, tienen la capacidad de provocar un plegamiento anormal en estas. La proteína mal plegada afecta la función neuronal, generando enfermedades.
Si bien los priones requieren de más estudio, es evidente que pueden transmitirse efectivamente entre individuos y resultan notoriamente difíciles de eliminar. Enfermedades priónicas en ovejas y bovinos, como el scrapie y la encefalopatía espongiforme bovina (la enfermedad de las "vacas locas"), han impactado gravemente la agricultura en Gran Bretaña, y los humanos no están exentos de enfermedades priónicas, como kuru y la enfermedad de Creutzfeldt-Jakob. Alarmantemente, la transmisión del scrapie de ovejas a bovinos en Inglaterra parece haber originado una nueva variante de enfermedad en humanos, similar pero distinta a la ECJ. La presencia de estos patógenos refuerza la teoría de que los virus provienen de células y sugiere que los virus podrían tener múltiples orígenes a lo largo de la evolución.
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En la vanguardia de la virología, se han descifrado los mecanismos intrincados que gobiernan la replicación viral dentro de una única célula. Aunque las especificidades varían entre los distintos patógenos, todos comparten un ciclo de multiplicación marcado por etapas críticas.
El proceso inicia con la fase de adhesión, donde el virus localiza y se une a su célula huésped designada. Este enlace es notablemente específico: las proteínas virales de adhesión reconocen y se acoplan a los receptores celulares específicos. Este encuentro inicial, dinámico y reversible, comienza con interacciones electrostáticas débiles que rápidamente evolucionan hacia uniones más robustas y en muchos casos, irreversibles, definiendo así la tropismo viral por ciertas células o especies huésped.
Tras anclarse en la superficie celular, el virus debe ingresar a la célula para replicarse, en un proceso conocido como penetración o entrada. Internamente, el genoma viral necesita liberarse, lo cual se logra mediante la desencapsulación, donde se pierden las proteínas virales que forman la partícula. En algunos virus, la entrada y desencapsulación ocurren simultáneamente. Notablemente, estas fases iniciales no demandan energía en forma de hidrólisis de ATP.
Con el genoma viral accesible, se inicia la fase de biosíntesis: replicación del genoma, transcripción de ARNm y traducción proteica. Este último proceso emplea ribosomas celulares, subrayando la dependencia viral de la maquinaria y recursos celulares para la biosíntesis, caracterizando a los virus como parásitos intracelulares obligados. Los genomas recién formados sirven tanto para nuevas rondas de replicación como para la transcripción de más ARNm viral, amplificando la producción viral desde la célula infectada. Estos genomas se ensamblan con las proteínas virales recién sintetizadas para formar partículas virales progenitoras durante el ensamblaje. Finalmente, las partículas deben ser liberadas de la célula, buscando nuevas células huésped para reiniciar el ciclo. Este proceso de maduración, necesario para que las partículas sean infecciosas, puede ocurrir antes o después de su liberación.
Al integrar los pasos del ciclo de multiplicación viral con los datos de una curva de crecimiento de un solo paso, observamos que durante la fase de eclipse, el virus atraviesa las etapas de adhesión, entrada, desencapsulación y biosíntesis. Durante esta fase, aunque las células contienen todos los componentes para producir nuevos virus, el virus inicial ha sido desmontado y aún no se han generado nuevas partículas infecciosas. Es solo tras el ensamblaje que observamos partículas virales dentro de la célula, listas para ser liberadas al medio y continuar su ciclo infeccioso.