La historia del descubrimiento de los virus es tan fascinante como educativa, marcando un punto de inflexión en nuestra comprensión de las enfermedades infecciosas. En la última década del siglo XIX, la emergente teoría germinal ya sugería que detrás de cada enfermedad infecciosa se hallaba un microorganismo responsable. La convicción de la época era que estos agentes patógenos serían visibles bajo el microscopio, podrían ser cultivados en medios nutritivos y retenidos por filtros convencionales. Aunque algunos microorganismos eludían el cultivo in vitro, los otros criterios parecían ser universales.

Sin embargo, Dmitri Iwanowski desafió esta noción en 1892 al demostrar que el agente causante de la enfermedad del mosaico del tabaco, caracterizada por una decoloración de las hojas, era capaz de atravesar un filtro que detenía bacterias, permaneciendo invisible y no cultivable. A pesar de la importancia de su hallazgo, Iwanowski no le otorgó mayor significado. No obstante, Beijerinck, repitiendo estos experimentos en 1898, identificó a este agente como una nueva categoría de patógeno, acuñando el término "contagium vivum fluidum", precursor de lo que hoy conocemos como virus. Coincidentemente, Loeffler y Frosch llegaron a una conclusión similar para la fiebre aftosa ese mismo año, notando además que este patógeno se replicaba, descartando la posibilidad de que fuera una simple toxina bacteriana. La existencia de virus en otros animales no tardó en ser reconocida, con la transmisión de leucemia en pollos sin células reportada por Ellerman y Bang en 1908, y Rous demostrando la transmisibilidad de tumores sólidos en pollos mediante filtrados libres de células en 1911, evidenciando la relación entre algunos virus y el cáncer.

Posteriormente, se reveló la presencia de virus que atacan bacterias. Twort describió en 1915 un peculiar fenómeno de transformación vidriosa en colonias de micrococos, un hallazgo accidental mientras intentaba cultivar el virus de la viruela. Este cambio, que impedía el subcultivo de bacterias de colonias afectadas, sugirió la posible acción de un virus bacteriano o una enzima autolítica. Este concepto generó debate durante años hasta que, en 1917, d’Hérelle observó un fenómeno similar en bacilos de disentería, identificándolo claramente como un virus bacteriano, o bacteriófago, que se replicaba a costa de las bacterias vivas.

Este camino hacia la comprensión de los virus se caracterizó inicialmente por una descripción de lo que los virus no eran: invisibles al microscopio, imposibles de cultivar fuera de un hospedero celular y capaces de atravesar filtros que detenían a las bacterias. La exploración de estos entes, definidos por sus propiedades negativas, sentó las bases para el vasto campo de la virología que conocemos hoy.